¿Cómo hacer que puedan freír
más rápido? Hay carne molida de sobra. El cocinero trata de apurarse. La cocina
está como horno. Desde afuera se ven los inmensos calderones con el aceite
hirviendo, tan grandes como tinajas de campo. No entiendo por qué el aceite se
mueve tanto, como si pudiera darse vuelta y quemarnos a todos. Tanto tumulto de
colosales ollones y el cocinero revuelve con una pequeña espumadera y saca
lentamente unas pocas albóndigas chorreantes de aceite. Una cosecha minúscula
en proporción al tamaño de los calderos y la cantidad de aceite. Hay mucho
desorden, realmente la empresa proyecta una imagen que no es real.
Creo que el nuevo
profesional se va a decepcionar. Todavía no hablamos el tema de cuántas
albóndigas fritas le podemos ofrecer, tengo miedo de que ni siquiera imagine
todo lo que cuesta producirlas. Parece ser de esa clase de persona que pone sus
condiciones y si no se hace lo que él quiere, se da media vuelta y se va. Logro
que nos alejemos de la cocina y tácitamente postergamos la inevitable discusión
sobre su futura remuneración, pero quedo temiendo que me arrepentiré de no haber
dejado claras las condiciones desde el primer momento. Subimos en ascensor a
los pisos altos. Aquí me relajo un poco, es un ambiente que seduce a
cualquiera, con mucho vidrio, muebles modernos, grandes espacios y lo mejor de
todo, la vista del mar justo adelante. La orilla está llena de gente, algunos
se bañan, pero el mar está increíblemente furioso. Justo al frente están seis
profesionales jóvenes de la empresa nadando, no entiendo por qué en horario de
oficina y lo que más me sorprende es el profesional nuevo que los saluda con la mano como si los
conociera. Estamos en un piso 10 y sin embargo se distingue perfectamente la
cara de los que están allá abajo en el mar. Me avergüenzo de las payasadas que
hacen los seis en el agua y preferiría que nadie se dé cuenta que son de la
empresa. Pero ellos se sienten observados y se colocan en fila para enfrentar
una ola gigante. Repiten la gracia como tres veces, con olas grandes, que yo
nunca había visto. Traté de mirar la base del edificio para ver si el agua
golpeaba las ventanas y me pareció que estábamos en serio peligro. La siguiente
ola, en lugar de enfrentarla en contra, por una increíble estupidez humana, la
montaron como para avanzar con ella, con el rompiente. Todos nos acercamos al
ventanal para ver qué pasaba pero no se veía nadie ni parecía posible que
alguien estuviera vivo entre todos los restos y maderas que se agitaban con
violencia entre las aguas.
No pude seguir mirando,
corrí a la cocina para ver si por lo menos iba a ser posible ofrecer al nuevo
profesional los fritos que correspondían al sueldo de los que estaban muriendo.
Pero el agua había entrado y todo era un infierno de llamas que chisporroteaban
sobre el agua. El cocinero actuaba como si tuviera todo bajo control, con sus
gafas puestas, y apenas un poco más colorado de cara que lo habitual. Las
llamas impedían acercarme lo suficiente para preguntarle algo o sacarlo de su
indolencia. No tengo claro qué pasará si el profesional nuevo no acepta
quedarse, es increíble que una empresa como esta tenga el futuro pendiendo de
un cocinero así. Yo mismo he tenido que quejarme algunas veces porque mi pago
ha llegado a medio freír y para qué decir el tamaño de cada albóndiga. Tanto
lujo y apariencia y fallamos en lo elemental. Creo que el nuevo ya decidió lo
que le conviene.
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