Tengo el sueño
pesado y cuando despierto en las mañanas, generalmente tengo que pasar por un
proceso de iniciación parecido al de los computadores. Tengo que situarme en la
realidad. Por eso no entendía cuando descubrí al lado de la cama unos zapatos
viejos en el lugar en que había dejado los míos. Me tomó considerable esfuerzo
recordar cómo llegué a la ciudad de Victoria sin reserva de hotel, según mi
costumbre. El taxista me ayudó a recorrer los principales hoteles pero había un
par de congresos masivos que tenían toda la capacidad de alojamiento ocupada.
Comenzaba ya a desesperarme cuando divisé un letrero escrito con tiza que decía
“Hostal”, sobre una puerta angosta de dos hojas. Adentro había un joven tras un
mesón, le pregunté si tenía alojamiento y levantó un pulgar asintiendo sin
mirar. Corrí al taxi, le pagué y cargué mi maleta a la hostal antes que alguien
ocupara la última cama libre de Victoria. Me cobraron por adelantado una suma insignificante,
me entregaron una toalla y me condujeron al segundo piso por una escalera de
empinados peldaños que machucaban mi maleta a pesar de mis esfuerzos. La cama
era una litera por encima de la que ocupaba un joven que dormía profundamente a
pesar de la música, las risas y el ruido de ollas que provenía de la cocina
comunitaria. El baño no era más privado que la cocina. Solo una cortina de
sábana a modo de puerta nos separaba de otros dormitorios. Con algo de pudor me
quité la ropa y trepé tratando de no despertar a mi inesperado compañero. El
resto es fácil de suponer. Tuve suerte de que mi maleta no haya sido de interés
para nadie. El joven de la recepción, al escuchar mi drama me miró en silencio
y se limitó a indicar un letrero en el lado interior de las puertas de doble
hoja, también escrito con tiza, que decía que los pasajeros eran responsables
de cuidar sus pertenencias.
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