EL
DESCANSO
A todos en la oficina nos tocaba
trabajar demasiado, pero me parecía que mi situación económica era mucho más
difícil que la de los demás. Algunos que ganaban menos que yo podían
comprar cosas que para mí eran tan inalcanzables
como ir a la luna. Pero esto no me torturaba, quizás porque mi mente no
consideraba esas cosas como parte de mi mundo. Lo que sí tengo que admitir es
que en la época de verano me sentía humillado cuando mis vacaciones en casa
quedaban brutalmente comparadas con las aventuras extremas vividas por mis
compañeros en lugares como Viña del Mar, Pucón o Buenos Aires. Ni hablar de las
vacaciones en Cancún sobre las que mi jefe daba muy pocos detalles, casi como
si ir allí fuese parte de sus obligaciones. Todos los años acordaba con
Margarita, mi esposa, que ahorraríamos mensualmente para que las próximas
fueran unas verdaderas vacaciones y lo hacíamos, pero cuando en Enero sacábamos
cuentas, siempre quedaba claro que había otras prioridades que hacían absurdo
salir.
Pero un hambriento discurre más que
cien letrados. Le propuse a Margarita cerrar la casa como si nos fuéramos a
otra parte, quizás a otro país, pero en lugar de salir, encerrarnos en el
entretecho durante dos semanas. Cantaríamos, jugaríamos al naipe y sobre todo,
conversaríamos en familia como rara vez era posible en la rutina diaria. Ella
pareció no entender la propuesta, porque me miró con sus ojos claros muy
abiertos sin decir nada y sin dejar de lavar los platos. En ese momento los
niños comenzaron a pelear violentamente y ya no pudimos terminar el tema. Pero
logré calmar a Pedro y Daniela contándoles que al día siguiente yo estaría de
vacaciones, que subiríamos al entretecho, que estaríamos viviendo en él por dos
semanas, que sería muy divertido. Los niños reaccionaron jubilosamente y
comenzaron a decir las cosas que querían llevar, entre las que se incluía
muñecas, la perrita, un disfraz de Superman…Les dije que llevaríamos linterna
para explorar, porque arriba era obscuro, lo cual los entusiasmó aún más y
salieron de la cocina corriendo. Margarita no sabía qué decir y la reafirmé
diciendo que por primera vez tendríamos un verdadero descanso.
Me levanté muy temprano y tratando de
no despertar a nadie, puse la escalera debajo de la claraboya para asomarme al
entretecho. El polvo y las telarañas me recordaron que hacía mucho tiempo que
nadie subía. Comencé a subir las cosas que fui considerando necesarias,
tratando de ubicarlas lógicamente. Cuando ya todos se levantaron, tomamos
desayuno. Luego me bañé y ayudé a los niños con sus preparativos. Margarita fue
la última en estar lista y aunque seguía la corriente, parecía no querer subir.
Dejé a los niños explorando arriba y bajé a buscar a Margarita tratando de
convencerla de que ya nada faltaba, que estaba el agua, la comida, la ropa, las
pelelas, el papel higiénico…La ayudé a subir afirmando la escalera mientras sus
zapatos pisaban inseguros cada peldaño y su pollera se enredaba en ellos. Me di
cuenta de que había engordado cuando su cuerpo pasó muy ajustadamente por la
claraboya. Finalmente pude cerrar la escotilla y dar por iniciado nuestro
inusual retiro.
El día transcurrió entre discusiones
de los niños, reclamos por el calor, ganas de hacer pipí, solicitudes de
encender o apagar la linterna, toses causadas por el polvo. Margarita aguantaba
sus ganas de ridiculizar la situación y yo trataba de mantener en los niños el
espíritu de aventura. Cuando ya la oscuridad obligó a mantener la linterna
encendida y comenzó a hacer frío nos organizamos para dormir. Los niños en un
rincón, bien abrigados. Margarita y yo tratamos de acolchar un sector del piso
con frazadas y nos acurrucamos. No respondió a mis caricias en sus nalgas pero apretó
su cuerpo contra el mío. No hablamos en toda la larga noche, a ratos durmiendo y a ratos preguntándonos si
el otro estaría durmiendo. Finalmente
los niños despertaron y encendí la linterna. Al poco rato todo era barullo y se
acabó la calma. Daniela estaba un poco ronca y Pedro no dejaba de estornudar,
pero ambos estaban muy contentos. Repartí el desayuno que traíamos preparado y
todos comenzamos a comerlo ansiosamente. Con algo de temor por la posible
respuesta, pregunté a Margarita qué le había parecido nuestro primer día de
aventura. Se puso seria y la luz de la linterna hacía más expresivo su
disgusto. Me miró fijamente por unos segundos y de repente soltó una carcajada
que hizo saltar trozos de pan de su boca. Ninguno pudo contener la risa durante
mucho rato y sin necesidad de decir nada comenzamos a bajar todo lo que
habíamos subido por la escotilla, haciendo una cadena humana. El resto de las
dos semanas transcurrió en perfecta armonía familiar. Creo que no salimos en
ningún momento de la casa y sentí por mi esposa un amor tan intenso y tan
amplio que no lo podría describir.
Al volver a la oficina, mi jefe
preguntó amablemente por mis vacaciones, a lo que pude sonreír diciendo “¡las
mejores de mi vida!”
EL
COMANDANTE
A veces cuesta saber si estamos locos
o respondemos cuerdamente a un loco ambiente. A pesar de eso, el comandante
había sido internado en una institución que prometió curarlo de su hambre
insaciable. La suya era un hambre total: comía pan, comía verdura, comía seres,
comía ideas. A su alrededor desaparecían las cosas y las personas que consumía,
lo cual causaba en él una ansiedad que determinó que los especialistas
decidieran que era necesario tratarlo. Pero la razón de su ansiedad, al menos
para el propio comandante, era desconocida. Su mente comenzó a intuir que algo
le faltaba, que existía algo que no había probado y que habría de satisfacerlo.
Su ansiedad por consumir se transformó en ansiedad por saber qué le faltaba
consumir. De pronto, casi por accidente, comprendió que quería consumirse a sí
mismo. Efectivamente, al probar parte de su cuerpo notó que en lugar de sentir
dolor, se reducía su interés por devorar. Se comió su estómago, su boca y su
propia mente. Ahora espera que un ser superior desee consumirlo.
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