sábado, 12 de julio de 2014

TEXTOS DE CHRISTIAN

EL DESCANSO

A todos en la oficina nos tocaba trabajar demasiado, pero me parecía que mi situación económica era mucho más difícil que la de los demás. Algunos que ganaban menos que yo podían comprar  cosas que para mí eran tan inalcanzables como ir a la luna. Pero esto no me torturaba, quizás porque mi mente no consideraba esas cosas como parte de mi mundo. Lo que sí tengo que admitir es que en la época de verano me sentía humillado cuando mis vacaciones en casa quedaban brutalmente comparadas con las aventuras extremas vividas por mis compañeros en lugares como Viña del Mar, Pucón o Buenos Aires. Ni hablar de las vacaciones en Cancún sobre las que mi jefe daba muy pocos detalles, casi como si ir allí fuese parte de sus obligaciones. Todos los años acordaba con Margarita, mi esposa, que ahorraríamos mensualmente para que las próximas fueran unas verdaderas vacaciones y lo hacíamos, pero cuando en Enero sacábamos cuentas, siempre quedaba claro que había otras prioridades que hacían absurdo salir.
Pero un hambriento discurre más que cien letrados. Le propuse a Margarita cerrar la casa como si nos fuéramos a otra parte, quizás a otro país, pero en lugar de salir, encerrarnos en el entretecho durante dos semanas. Cantaríamos, jugaríamos al naipe y sobre todo, conversaríamos en familia como rara vez era posible en la rutina diaria. Ella pareció no entender la propuesta, porque me miró con sus ojos claros muy abiertos sin decir nada y sin dejar de lavar los platos. En ese momento los niños comenzaron a pelear violentamente y ya no pudimos terminar el tema. Pero logré calmar a Pedro y Daniela contándoles que al día siguiente yo estaría de vacaciones, que subiríamos al entretecho, que estaríamos viviendo en él por dos semanas, que sería muy divertido. Los niños reaccionaron jubilosamente y comenzaron a decir las cosas que querían llevar, entre las que se incluía muñecas, la perrita, un disfraz de Superman…Les dije que llevaríamos linterna para explorar, porque arriba era obscuro, lo cual los entusiasmó aún más y salieron de la cocina corriendo. Margarita no sabía qué decir y la reafirmé diciendo que por primera vez tendríamos un verdadero descanso.
Me levanté muy temprano y tratando de no despertar a nadie, puse la escalera debajo de la claraboya para asomarme al entretecho. El polvo y las telarañas me recordaron que hacía mucho tiempo que nadie subía. Comencé a subir las cosas que fui considerando necesarias, tratando de ubicarlas lógicamente. Cuando ya todos se levantaron, tomamos desayuno. Luego me bañé y ayudé a los niños con sus preparativos. Margarita fue la última en estar lista y aunque seguía la corriente, parecía no querer subir. Dejé a los niños explorando arriba y bajé a buscar a Margarita tratando de convencerla de que ya nada faltaba, que estaba el agua, la comida, la ropa, las pelelas, el papel higiénico…La ayudé a subir afirmando la escalera mientras sus zapatos pisaban inseguros cada peldaño y su pollera se enredaba en ellos. Me di cuenta de que había engordado cuando su cuerpo pasó muy ajustadamente por la claraboya. Finalmente pude cerrar la escotilla y dar por iniciado nuestro inusual retiro.
El día transcurrió entre discusiones de los niños, reclamos por el calor, ganas de hacer pipí, solicitudes de encender o apagar la linterna, toses causadas por el polvo. Margarita aguantaba sus ganas de ridiculizar la situación y yo trataba de mantener en los niños el espíritu de aventura. Cuando ya la oscuridad obligó a mantener la linterna encendida y comenzó a hacer frío nos organizamos para dormir. Los niños en un rincón, bien abrigados. Margarita y yo tratamos de acolchar un sector del piso con frazadas y nos acurrucamos. No respondió a mis caricias en sus nalgas pero apretó su cuerpo contra el mío. No hablamos en toda la larga noche, a  ratos durmiendo y a ratos preguntándonos si el otro estaría durmiendo.  Finalmente los niños despertaron y encendí la linterna. Al poco rato todo era barullo y se acabó la calma. Daniela estaba un poco ronca y Pedro no dejaba de estornudar, pero ambos estaban muy contentos. Repartí el desayuno que traíamos preparado y todos comenzamos a comerlo ansiosamente. Con algo de temor por la posible respuesta, pregunté a Margarita qué le había parecido nuestro primer día de aventura. Se puso seria y la luz de la linterna hacía más expresivo su disgusto. Me miró fijamente por unos segundos y de repente soltó una carcajada que hizo saltar trozos de pan de su boca. Ninguno pudo contener la risa durante mucho rato y sin necesidad de decir nada comenzamos a bajar todo lo que habíamos subido por la escotilla, haciendo una cadena humana. El resto de las dos semanas transcurrió en perfecta armonía familiar. Creo que no salimos en ningún momento de la casa y sentí por mi esposa un amor tan intenso y tan amplio que no lo podría describir.
Al volver a la oficina, mi jefe preguntó amablemente por mis vacaciones, a lo que pude sonreír diciendo “¡las mejores de mi vida!”


EL COMANDANTE

A veces cuesta saber si estamos locos o respondemos cuerdamente a un loco ambiente. A pesar de eso, el comandante había sido internado en una institución que prometió curarlo de su hambre insaciable. La suya era un hambre total: comía pan, comía verdura, comía seres, comía ideas. A su alrededor desaparecían las cosas y las personas que consumía, lo cual causaba en él una ansiedad que determinó que los especialistas decidieran que era necesario tratarlo. Pero la razón de su ansiedad, al menos para el propio comandante, era desconocida. Su mente comenzó a intuir que algo le faltaba, que existía algo que no había probado y que habría de satisfacerlo. Su ansiedad por consumir se transformó en ansiedad por saber qué le faltaba consumir. De pronto, casi por accidente, comprendió que quería consumirse a sí mismo. Efectivamente, al probar parte de su cuerpo notó que en lugar de sentir dolor, se reducía su interés por devorar. Se comió su estómago, su boca y su propia mente. Ahora espera que un ser superior desee consumirlo.

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