Y Atahualpa prometió, como saben hacer los políticos cuando
están desesperados. Total, el oro estaba, la plata también, era cosa de traerla
de lugares secretos, de todos los rincones, con todas las espaldas. El gran
Inca vendía el imperio y sus factores, quizás sin saber lo que hacía, ebrio de
ira y de coca. El soberbio no debe negociar su vida ni menos la de los demás.
Las nubes de Cajamarca se apartaron para que el metal brillara en los ojos
españoles. Los indios sabios callaron y a las madres se les cortó la leche de
miedo. Y tenían razón, porque el vencedor también sería vencido y con malas
artes. Y esas artes se extendieron, al Cusco, a nueva Castilla y a todo este
nuevo pero viejo mundo. Los pecados de esos tiempos todavía fluyen por los
accidentados conductos de nuestras raíces y se extienden silenciosos por la
carne de los siglos. El hombre bueno sueña cambiar la historia, si no, no sería
bueno. Pero son otros los que la escriben, con negra mezcla de sangre y amarga
bilis. Y Cajamarca se repite hasta el cansancio en las vidas, los países, los
negocios. El marqués español no cumplió su palabra. El aún más titulado Inca
dio su hermana al adversario. Aunque muchos no lo noten, el olor de esos
tiempos se percibe en las repetidas calles que ya no vale la pena barrer.
Alguien debe respirar hondo y despertar antes que los elegidos sigan negociando
a sus hermanas.
Christian